Por @AitanaVargas
Los Ángeles (CA) – Es una mañana fría y despejada en Azusa, una ciudad californiana situada en el condado de San Gabriel y una de las paradas a lo largo de la histórica ruta 66 que desemboca en Chicago (Illinois). Sobre el horizonte, un tímido sol continúa su ascenso sobre las montañas, aún cubiertas por la nieve que se ha acumulado a lo largo del invierno. En las calles de la urbe sólo se escucha el trinar de los pájaros y el paso intermitente de los coches. Para los Méndez, este barrio alejado del ajetreo urbano de Los Ángeles simboliza una vía de escape y la senda hacia la recuperación emocional tras la muerte de José Juan Méndez, uno de los nueve hijos de la familia, el cual fue abatido por la Policía de Los Ángeles (LAPD) el 6 de febrero de 2016. Apenas tenía 16 años.
Aquel día, este joven rebelde y aficionado al fútbol recibió 19 disparos en la cara, pecho, espalda y piernas mientras permanecía en el asiento del conductor de un vehículo robado. Según reveló la autopsia, también había consumido metanfetaminas y anfetaminas.
Los agentes que apretaron el gatillo, Josué Mérida y Jeremy Wagner, ambos de la División Hollenbeck del LAPD, aseguraron entonces que el adolescente les había apuntado con un arma de fuego. Ninguno activó la cámara del uniforme para grabar el incidente. Sin embargo, una cámara instalada en un edificio de apartamentos de la zona revelaría días después detalles que, según los Méndez, contradicen la versión de los agentes.
Las imágenes captadas muestran a Mérida y Wagner arrastrando el cuerpo del joven a lo largo de la calle East Sixth St. y situarlo boca abajo sobre la acera. Así lo describe la querella que en 2017 la familia del adolescente interpuso contra el LAPD, la cual los acusó de haber violado la política interna de la agencia, la ley y de haber recurrido al uso excesivo de la fuerza.
“Mis hijos le tienen mucho miedo a la policía. Yo le tengo mucho coraje a la policía…no puedo verla”, asegura Josefina Rizo, madre de José Juan. “Cuando vivíamos allá (en Boyle Heights), la policía pasaba y nos hostigaba mucho (tras su muerte)”.
El proceso judicial se selló con un modesto acuerdo extrajudicial en 2019, mientras que la investigación realizada por la Fiscalía del Condado de Los Ángeles exculpó a los agentes de cualquier responsabilidad, un resultado que, para los Méndez, era de esperar, según declaraciones a este medio.
Tecnologías predictivas refuerzan presencia policial
La muerte del joven ––de aspecto aniñado y baja estatura–– desató cuestionamientos entre la comunidad, los activistas y expertos en torno al aumento de la presencia policial en el barrio y el presunto uso excesivo de la fuerza tanto en la muerte de Méndez, como en la de Jesse Romero, un joven de 14 años que iba armado cuando fue abatido por el LAPD el 9 de agosto de 2016. La familia de Romero perdió en 2018 el proceso civil contra el agente que apretó el gatillo, y la Fiscalía se negó a imputarlo.
Tuvieron que pasar varios años hasta que una organización comunitaria con sede en Los Ángeles, The STOP LAPD Spying Coalition, comenzara a despejar incógnitas sobre estos y otros incidentes tras obtener y estudiar detenidamente numerosos mapas, informes e información crítica del LAPD sobre dos polémicos programas predictivos que la agencia venía empleando durante años ––PredPol y Operación LÁSER––. La finalidad de estas herramientas era identificar posibles delincuentes, así como predecir y estrechar la vigilancia en las zonas “calientes” o conflictivas donde, según los algoritmos, se producirían crímenes en el futuro.
A partir de estos documentos, la organización pudo conocer la conexión entre PredPol, LÁSER y la fuerte actividad policial en determinados vecindarios, como Skid Row y Boyle Heights, en particular en las coordenadas geográficas donde ambos jóvenes fueron abatidos. Mapas internos del LAPD muestran que los menores murieron en zonas LÁSER, áreas que estaban sometidas a una estrecha vigilancia policial a través de este operativo.
Según la coalición, las tecnologías predictivas son prácticas policiales “especulativas” que intensifican la persecución y criminalización de los individuos negros, latinos e indígenas, quienes de por sí, ya vienen sufriendo el peso de la actividad policial y penal comparado con los individuos blancos. Además, la coalición sostiene que estas herramientas generan un clima de hipervigilancia en los vecindarios sujetos a ellas e impiden que sean seguros.
“(La policía predictiva) se convierte en una herramienta que el LAPD utiliza como arma para continuar sus prácticas violentas”, asegura Hamid Khan, la figura más mediática de la coalición, la cual promueve principios de corte abolicionista.
Herramientas predictivas incorporan sesgos raciales
En 2020, el Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación Racial (CERD) advirtió de los peligros de estas herramientas aplicadas con fines policiales o dentro del sistema penal.
“Estamos profundamente preocupados por los riesgos particulares de usar perfiles algorítmicos para determinar la probabilidad de que haya actividad criminal”, reza el informe redactado por Verene Shepherd, miembro del Comité. “Además de ser ilegal, el uso de los perfiles raciales puede ser inefectivo y contraproducente como una herramienta para lograr el cumplimiento de la ley”.
Expertos en tecnologías de vigilancia masiva y predictivas llevan años expresando preocupación ante la aplicación de estas herramientas con fines policiales, no solo por la falta de transparencia en torno a su funcionamiento e implementación, sino por los agravios que potencialmente causan en grupos étnicos minoritarios.
“Con la policía predictiva, estás adoptando una metodología defectuosa e incorporándole datos defectuosos (información racialmente sesgada), y lo que haces es complicar los problemas que se ven en las prácticas policiales de Broken Windows”, asegura Albert Fox, abogado y fundador del proyecto S.T.O.P. (Surveillance Technology Oversight Project), con sede en Nueva York.
Fox advierte que la policía predictiva se apoya en algoritmos que reproducen y amplifican los patrones y sesgos raciales ya existentes, pero aclara que los resultados que aportan estas tecnologías son difícilmente rebatibles porque están camuflados bajo el sello científico.
En los últimos años, han aflorado denuncias contra herramientas similares en otras partes del país. En 2022, una investigación de Associated Press vinculó el arresto de un individuo negro en Chicago al uso de la tecnología algorítmica ShotSpotter, que detecta y analiza sonidos. El impacto fue cuantificable: el hombre pasó un año encarcelado acusado de homicidio hasta que el juez finalmente archivó el caso por falta de pruebas.
Emily Tucker, directora ejecutiva del Centro de Privacidad y Tecnología de Georgetown University, sostiene que los datos utilizados por la policía predictiva son un “reflejo” de la “desigualdad e injusticia sistémica”. Alaba, además, la labor de la organización de Khan y el ingenio para diseñar una elaborada estrategia dirigida a desenmascarar el funcionamiento de estos programas a partir de años de investigaciones, de la creación de una sólida campaña educativa y de la movilización ciudadana. De hecho, el alcance y la eficacia de la campaña de la coalición fue tal que, para 2020, el LAPD había finiquitado PredPol y LÁSER.
“Se está produciendo una labor organizativa increíblemente potente por parte de Hamid Khan y el STOP LAPD Spying Coalition”, asegura Tucker. “Son expertos no sólo en la realidad política ligada a la vigilancia policial, sino en las tecnologías y en los aspectos presupuestarios…y a los grupos más afectados por estas vigilancias los están enseñando a comprender (cómo funcionan)”.
A los esfuerzos del equipo de Khan contra de la actuación policial en Los Ángeles, también se han sumado otras campañas paralelas de movilización ciudadana. Lo cuenta Sol Márquez, una activista nacida en Florida que, en 2016, vivía en la calle Chicago, situada en el barrio de Boyle Heights, a pocos metros del lugar donde se encontraba Romero antes de morir a manos del LAPD.
“Definitivamente la sensación de militarización, ahora que me había mudado a Boyle Heights, era mayor que la que tenía en Tampa”, dice.
Movilización ciudadana contra presencia policial
En 2016, Márquez se convirtió en una de las principales activistas del Centro CSO (Community Service Organization), una organización chicana que lucha contra “la opresión” y aboga por los derechos de los latinos en East LA y Boyle Heights. Antaño, figuras emblemáticas como Dolores Huerta y César Chávez también formaron parte del grupo. Junto a sus compañeros, Márquez movilizó a la comunidad para protestar contra las muertes de Méndez y Romero y pedir la retirada total de las fuerzas del orden de la zona, una exigencia que no ha prosperado como le hubiera gustado.
Relata la organizadora que la presencia policial en el barrio aumentó significativamente de 2015 a 2016, hasta el punto de estar “fuera de control”, un tema del que solía hablar entonces con el líder más visible de la organización, Carlos Montes. Al despliegue de motos, bicicletas y patrullas policiales, se sumaban los helicópteros que, desde el aire, vigilaban las calles. Algunas patrullas permanecían toda la noche en un aparcamiento público destinado a los vecinos de la calle Chicago, relata.
“No sé ahora, pero en 2016, era definitivamente normal (que hubiera gran presencia policial), y acosaban a la gente joven a cualquier hora”, describe la activista. “Recuerdo que al hermano menor de Jesse Romero también lo acosaban mucho tras la muerte de Jesse…nosotros le preguntábamos si estaba bien y nos asegurábamos de que la policía no fuera a arrestarlo”.
Márquez recalca que el uso de “los perfiles raciales” por parte del LAPD “es algo muy común, especialmente en este barrio” y que, en 2016, prácticas policiales como parar a los transeúntes por la calle, realizar cacheos y efectuar arrestos se intensificaron. Además, explica que la fuerte presencia policial no generaba una mayor sensación de seguridad pública entre los residentes, sino lo contrario. “La policía ––y no los pandilleros–– me acosaba constantemente”, matiza.
Según un informe del STOP LAPD Spying Coalition, en 2016, el año en el que la implementación de Operación LÁSER se amplió, murieron 21 personas a manos del LAPD en zonas LÁSER. Ese mismo año, durante un periodo que comprendió seis meses, seis individuos latinos y negros fueron abatidos por el LAPD en áreas LÁSER. Entre ellos, había dos menores: Méndez y Romero. “Estas ‘zonas calientes’ identificadas a partir de datos también se convirtieron en objeto de la brutalidad policial extrema”, denuncia el informe.
Hay, sin embargo, voces que disienten con esta perspectiva y que abogan por la presencia policial como un recurso esencial para atajar la violencia y frenar el consumo de drogas ilegales, sobre todo en barrios donde hay centros educativos.
“Como miembros de la comunidad, se nos anima a denunciar los crímenes. Le ayuda a la policía a determinar los ‘puntos calientes’”, asegura Evelyn Alemán, activista educativa y fundadora de la ONG Our Voice: Communities for Quality Education. “Es importante denunciar los crímenes para lograr la respuesta y los recursos necesarios de las fuerzas del orden”.
La huella del trauma
Con este debate sobre telón de fondo, los Méndez han tenido que recorrer un arduo sendero emocional y psicológico para rehacer su vida tras la muerte de José. Hace unos años, abandonaron Boyle Heights y reconstruyeron su hogar en la tranquilidad de Azusa, lejos de la fuerte vigilancia policial de Los Ángeles. Josefina abandonó su trabajo como cocinera para volcarse en el bienestar de dos de los hijos que aún viven con ella y su marido. A este último, entonces, le dijo: “Mejor me voy a dedicar a mis hijos, que ya no quiero que me pase lo mismo que me pasó con (José)”.
Los Méndez, que emigraron de la Ciudad de México a EEUU cuando José tenía cuatro años, han convertido su nuevo hogar en Azusa en un pequeño santuario decorado con recuerdos del joven: desde un pequeño altar en el salón, al rostro del joven impreso en almohadas, camisetas y sudaderas.
También acogieron tres perros que, además de advertirles de la llegada de los transeúntes, les ayudan a sobrellevar con más entereza los episodios de depresión, las ganas de encerrarse en casa, darse atracones o quedarse en la cama durmiendo.
Durante año y medio, la familia recibió apoyo psicológico y, aunque les ha dotado de herramientas para amortiguar el trauma y gestionar los episodios de tristeza, no los ha erradicado. “No me gusta hablar de mi hijo porque me trae muchos recuerdos y me enfermo”, cuenta Josefina.
Asegura la ahora ama de casa, además, que el disgusto y la ansiedad que la muerte de José desencadenaron en su marido, acabó derivando en una diabetes.
Para Jennyfer Méndez, hermana de José, la batalla contra la ansiedad, el insomnio y la depresión se ha arraigado con fuerza en su vida. “Siempre estaba con él (José)”, recuerda entre lágrimas la joven, mientras muestra su foto favorita en la que aparece junto a su hermano.
Madre e hija coinciden en que el respaldo de la comunidad ha sido clave en esta travesía, en particular, el afecto de profesores y activistas como Márquez y Montes. “Sol y Carlitos, cada año que hago la misa de mi hijo, me acompañan”, agradece Josefina.
La violencia policial repercute en la salud
Desde hace años, la huella emocional y el trauma asociados con el contacto y la violencia policial han sido objeto de exploración en diversos trabajos académicos y científicos. Según un estudio publicado en el American Journal of Public Health, el impacto psicológico de la violencia policial presenta diferenciaciones comparado con otros tipos de violencia. De hecho, incide con mayor virulencia en determinadas comunidades: el riesgo de experimentar problemas de salud mental a raíz de la violencia policial es mayor en individuos negros, latinos e indígenas ––grupos que, a su vez, se exponen a un mayor riesgo de morir a manos de las fuerzas del orden––.
En los últimos años, otros estudios han explorado qué factores contribuirían al acortamiento de los telómeros ––los extremos de los cromosomas asociados con el envejecimiento físico y cerebral––.
Mientras algunos trabajos vinculan la aparición de enfermedades ––incluyendo la diabetes, el cáncer, las patologías cardiovasculares y autoinmunes, o las infecciones por COVID-19–– con el acortamiento de los telómeros, otros estudios han logrado establecer una asociación entre dicho acortamiento y el bienestar psicológico y psiquiátrico, principalmente en individuos con depresión, estrés crónico o sometidos a vivencias traumáticas.
“La longitud del telómero se acorta tras la exposición a eventos serios o de estrés traumático”, asegura una investigación de Elissa Epel y Aric Prather. “Esto parece ser aún más cierto durante los periodos críticos de desarrollo, como en la infancia y, potencialmente, en el útero”.
Desde hace tiempo también se ha observado que los cuadros depresivos graves están, a su vez, ligados a la aparición de patologías físicas como el cáncer, la diabetes (tipo 2) o las enfermedades cardiovasculares y degenerativas, advierte el mismo trabajo.
Poco a poco, la comunidad científica va desenmarañando cómo el entorno social y las interacciones con la policía pueden potencialmente desencadenar procesos psicológicos que repercuten en la salud general de las víctimas, sus allegados y la comunidad a la que pertenecen, incluso cómo el desarrollo de algunos trastornos o enfermedades podría tener un impacto generacional.
Mientras continúan los estudios, algunos activistas como Khan, ya han llegado a sus propias conclusiones: “Haces que la vida de las personas sea tan miserable que, al final, se autodeportan”.
Quizá, el pulso, la vitalidad y la longevidad de una comunidad puedan medirse por sus esfuerzos. De ser así, tal vez, que el Centro CSO continúe la senda emprendida por Huerta o Chávez sea la semilla que Boyle Heights necesita para evitar que a otro menor le acorten la vida a balazos y que, a su comunidad, la dejen sin telómeros sociales.
El LAPD no accedió a una entrevista sin recibir una lista previa de preguntas.
*Serie producida con fondos y el apoyo del USC Health Equity Journalism Fellowship.