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Madre, Hoy es tu Día

Por Alicia Alarcón.

Mi madre nació en la época en que las mujeres se tapaban la cabeza y el rostro con el rebozo y caminaban unos pasos atrás de sus esposos. Ella caminaba erguida con su rebozo cruzado en el pecho,  a un lado de su marido.  Sin ser rica, logró que el Cura del pueblo oficiara una misa exclusiva para la Primera Comunión de sus dos primeros hijos María y Jesús. Después vendrían otros siete, entre ellos yo, que fui la quinta.

Fue mi madre la primera nuera que se le enfrentó a mi abuelo que acostumbraba acompañar su desayuno con un jarro lleno de canela y alcohol, más alcohol que canela. ¨No le da vergüenza que sus hijos estén trabajando en el cerro y estén sin desayunar. Vaya ahorita mismo y les lleva este bastimento.¨  Y mi abuelo obedeció y supo desde ese momento que mi madre era muy diferente a sus demás nueras que le temían y lo obedecían.

Ella adoraba a su mamá, mi Mamá Luisa y grande fue su dolor al tener que dejarla para emprender junto con su marido y sus hijos, la mayor de 13 años y la menor de diez meses, una travesía por tren de 5 días de medio dormir y menos comer rumbo a una ciudad fronteriza de la que sólo sabía el nombre: Mexicali.

A su llegada a esa ciudad, mi madre se puso a hacer lo que había aprendido desde niña a cocer ajeno y siguió cosiendo vestidos de fiesta, vestidos de novia, vestidos para salir. Su clientela era numerosa. Lo que mi padre ganaba en la pizca de algodón no alcanzaba para mantener a toda la familia.

A un año de llegar a Mexicali, mi Mamá Luisa murió,  todavía recuerdo el telegrama que mi madre tenía arrugado entre las manos, en tres líneas le anunciaban la muerte de su madre.  Sentada en la cama, su llanto era imparable,  mi padre trataba en vano de consolarla.  ¨Chayo,  si quieres te llevo a Jocotepec.¨  

Mi madre le respondía entre  sollozos, ¨para qué, Jesús  si ya la enterraron.¨ Ninguno de sus hijos comprendimos en ese momento la  intensidad de su dolor, ni entendimos su tristeza posterior, el silencio en las tardes y entrada la noche, interrumpido sólo por el ruido de los pedales de su máquina de coser.

Yo lo entendí mucho años después, cuando viví la experiencia que ella había vivido muchos años atrás. Llegué dos horas, dos horas después que ella había fallecido en su casa,  cuando la vi acostada en su cama, vestida, con los ojos apretados, le acaricié las manos, me abracé a su cintura. Le pedí que abriera los ojos, que platicáramos como lo hacíamos siempre que llegaba de Los Angeles. Le faltaba un mes para su cumpleaños número 98. ¨Su corazón dejó de latir.¨ Dijo el Doctor sin más explicación. 

El dolor de perder al ser que más ama uno en el mundo es muy grande, lo supe ese día,  sólo lo sabemos los que lo hemos vivido,  los demás no lo saben, ni se lo imaginan, si lo supieran, verían más seguido a su mamá, le tendrían más paciencia, le darían mucho más de lo que le dan ahora. Es un dolor que se apacigua con el tiempo, pero no desaparece.

El Día de las Madres la extraño con más intensidad. Los días se vuelven grises y los recuerdos me golpean como aleteos de palomas que llegan de  todas direcciones. Recuerdo mi entusiasmo con las compras, los  zapatos cómodos que le gustaban y que eran hechos en Israel. El vestido azul marino, de cuello de encaje con botones blancos enfrente que tanto le gustó. Pero sobre todo extraño aquella casa llena de ruidos con los pasos que entraban y salían de sus hijos, hijas, nueras, yernos, nietos y bisnietos que entraban y salían, los regalos que no cabían en la mesa de centro de su sala, frente a la chimenea.  El día en que todos éramos más felices porque la teníamos.  Dichosos los que hoy pueden sentir el calor de un abrazo y un beso de su madre.

  • Alicia Alarcón es una reconocida periodista y escritora de Los Angeles.
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